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lunes, 26 de julio de 2010

REVISTA PIÉ IZQUIERO

En 2006, un grupo de muchachos del Plan Tres Mil de Santa Cruz de la Sierra consiguió lo que la selección boliviana de fútbol no ha logrado desde 1994: Acudir a un campeonato del mundo.
Texto: Cecilia Lanza Lobo / Fotos: Álex Ayala y cortesía Fernando Figueroa
Cuando Evo Morales le dijo: “Compañero, no te preocupes, Bolivia estará en el Mundial”, Fernando Figueroa sintió que el alma le volvía al cuerpo. Había llegado a La Paz con la intención desesperada de ponerse en huelga de hambre hasta conseguir los diez mil dólares que le hacían falta para llevar hasta Alemania a los ocho chicos del Plan Tres Mil de Santa Cruz de la Sierra que habían logrado clasificar para disputar el Primer Campeonato Mundial de Fútbol Callejero. Diez, maldito número bendito.
Sus muchachos habían conseguido lo que la selección oficial de fútbol grande no, pero nadie aún les había tirado bola. ¿A quién podría importarle este grupo de chicos del barrio de San Isidro y de la Villa Primero de Mayo que, a falta de mejores cosas, pateaba la pelota allí donde acaba el asfalto, allí donde habita el dengue en los canales de agua estancada, allí donde cada febrero se inunda todo menos la esperanza?
Antes, Fernando y los suyos habían tocado decenas de puertas en busca de recursos que hicieran posible la proeza de patear la pelota en un Mundial llevando el nombre de su país estampado en el pecho.
En el barrio se organizaron kermeses, rifas y hasta conciertos, pero ni todas las buenas voluntades juntas reunían los fondos suficientes para llegar hasta el otro lado del mar. El sólo hecho de conseguir que aquellos chicos indocumentados tuviesen un carnet de identidad había significado ya un gran triunfo en ese viacrucis rumbo a la tierra prometida.
“Cuota del gabinete”, le dijeron a Fernando cuando abrió el sobre manila que Juan Ramón Quintana, ministro de la Presidencia por aquel entonces, le había entregado en un
acto público que tuvo lugar en el Palacio de Gobierno.
“Entre palabras, emociones y agradecimientos, no me percaté, sino mucho después, que en el sobre estaban los ¡diez mil dólares!”, cuenta ahora Fernando, cuatro años después de aquella aventura que re- cuerda paso a paso.
Ilustres desconocidos
Uno leía sus poemas, el otro escenificaba sus monólogos y el tercero aplaudía. Tipos raros. Recorrían los bares de la ciudad buscando promover actividades artísticas y cultura- les. ¡Bah! Eran tres mosqueteros de veintitantos años cada uno que, calzando vetustos vaqueros, buscaban algo así como tierras fértiles donde sembrar sus buenas intenciones.

Varios años después, su búsqueda sería tan fructífera que llegaría hasta el cielo en avión.
El lunes 26 de junio de 2006, ocho chicos de entre 16 y 20 años, de rostros morenos y poleras verdes, calzando los zapatos deportivos de sus sueños, abordaron el Boeing 767 de Varig con destino a Berlín. Parientes y vecinos los despidieron con banderas y lágrimas en el aeropuerto de Viru Viru. Nunca pensaron que estos muchachos hablaban en serio. Era la selección no oficial de fútbol callejero de Bolivia, cuyo mayor logro hasta aquel momento había sido llegar hasta ese avión.
Dos semanas después traerían en la maleta una estatua amarilla de yeso en forma de oso de peluche igual a una alcancía de la feria de Alasitas. Era el tercer trofeo en disputa entre 26 países. Bolivia había logrado el tercer puesto en el Primer Campeonato Mundial de Fútbol Callejero, celebrado en el barrio berlinés de Kreuzberg.
Sólo visitando la página web de Streetfootballworld 2006 se puede dimensionar lo que vale un triunfo en medio de aquella organización tan europea, tan sofisticada, tan llena de proyectos al modo de Unicef que uno diría que competían instituciones en lugar de equipos de fútbol callejero.
Por eso la hazaña boliviana fue significativa. Porque esos ocho chicos lograron tanto con casi nada. Pudieron más que Paraguay, Chile, Perú, Colombia, Costa Rica, Estados Uni- dos, Brasil y... Argentina.
En el grupo cuatro, los jugadores de San Isidro vencieron a los Defensores del Chaco (Argentina) y pasa- ron a los cuartos de final. Hasta ahí la historia resultaba ya una correría exitosa. Por eso, perder ante Kenia, que derrotó a Sudáfrica y se llevó la copa, no opacó nada. Después de la odisea de haber llegado allí, un último triunfo hubiera sido toda una epopeya.
Qué diría Evo Morales. Al fin y al cabo, Bolivia estaba en el Mundial de Alemania, aunque fuese en el patio trasero. Y el padrino era él.
En aquel momento, se vivían días de euforia futbolística y el mundo entero tenía una pelota instalada en la cabeza. De ahí que esos muchachos de barrio pobre pasaran inadvertidos. Menos para Evo Morales, que en junio de ese año llevaba sólo cinco meses en la silla presidencial y tenía fresca, en cuerpo y alma, la memoria infantil de haber sido des- de siempre futbolista callejero en un pueblo perdido del Altiplano.
Por eso, cuando aquella mañana Fernando Figueroa finalmente llegó hasta él con la historia de los chicos futbolistas rumbo a Berlín, Evo no sólo se sintió identificado sino agra- decido. Esos muchachos le venían como anillo al dedo. Remediaban la habitual ausencia de Bolivia en el Mundial y probaban que él había llegado a mandatario para revertir el lugar de los más débiles.
Evo no sólo gestionó los diez mil dólares necesarios para ese viaje urgente. Organizó también un partido de futsal con la selección presidencial. Y no importó que las lluvias anegaran el camino entre Santa Cruz y La Paz. Los muchachos de San Isidro aparecieron en el Palacio de Gobierno dos horas antes del espectáculo mediático —ahora sí el país los miraba— correctamente uniformados y cargando en sus mochilas artesanías como regalo para el Presidente.
Le dieron una polera que decía: “Bolivia en el Mundial de Alemania”. Y Evo les retribuyó haciendo un par de piruetas con la pelota y ensartándoles un gol de los cuatro que metió el equipo presidencial, que venció el partido.
“Esa puta tragedia”
Fernando, que se empeña en vano en ocultar su protagonismo en esta historia diciendo que sólo aplaudía a sus amigos en los tiempos en que comenzaron este proyecto, hoy tiene 31 años y los mismos ojos color chocolate bajo unas cejas es- pesas y castañas que frunce con la seriedad de un hermano mayor. Un hoyuelo en el mentón le devuelve la imagen de niño grande. El tono de sociólogo reposado con el que habla, de repente se le alborota. La historia que hurga en su memoria tiene otro clímax. Palpita.
Cuando volvieron de La Paz, en Santa Cruz les dieron la bienvenida enormes titulares de prensa que confirmaban la participación de Bolivia en el Mundial, “el otro Mundial”. Pero la alegría no podía ser tanta. A tres días del viaje los llamaron para decirles que las reservas para su vuelo se habían cancelado porque la aerolínea estaba prácticamente en quiebra. ¡No! De pronto, un milagro arregló el asunto, pero el alivio no duró nada. Era viernes por la tarde y viajarían el lunes. Fernando salía de una reunión cuando Pablo, coordinador del grupo, lo llamó por teléfono.
“La angustia era evidente. Pablo me dijo que Vico, uno de los muchachos, había tenido un accidente. ¡Había perdido parte de los dedos de una mano en su taller de carpintería! Se nos vino el mundo abajo. ¡Vico era nuestro arquero!”
Sin dudar un segundo, Fernando indicó que hicieran operar al portero cuanto antes. Dijo que sacarían dinero de donde fuera.
“Cuando llegué al hospital, Vico estaba tendido en una camilla con un montón de algodones y gasa en la mano. Me miró y me dijo llorando: Perdoname, Fernando, perdoname, sólo quería dejar a mis hermanos un poco de dinero durante mi ausencia. Abrazados, lloramos. Los chicos estaban fuera del cuartucho del hospital de la Villa Primero de Mayo también llorando, jodidos, a dos días del viaje”.
Operaron a Vico. Los nervios no daban para más (en otro hospital del país, el padre adoptivo de Fernando esperaba por un trasplante de riñón). “No sé de dónde sacamos tanta fortaleza”, comenta ahora.
En aquel momento, la decisión fue rotunda: Vico iría a Alemania y punto. “La gente se solidarizó. Nos hacía llegar sus aportes, incluso desde otros países, porque esa puta tragedia se convirtió en noticia mundial”, dice Fernando. Y es la primera y única vez que le escucho soltar una palabrota.
Entonces le pregunto por qué hace todo esto que parece ya una misión religiosa. Sonríe. Me cuenta que fuma, que bebe vino de vez en cuando y que le gusta parrandear con frecuencia.
El único rasgo de ascetismo que encuentro en él viene de saber que a sus ocho años fue monaguillo en la iglesia de la Tercera Orden en Tarija; por lo demás, del enorme familión que tiene —con página web incluida— su padre y sus tíos fueron tentados para ser curas, pero ninguno sucumbió.

Ciudadano del mundo
Haber nacido en Tarija es una simple casualidad, aunque varios años después Fernando me regalaría una confesión, un dato curioso, y es que su padre biológico, al que conoció recién a los nueve años, “entre otras cosas, es músico”. Pero Fernando se crió con un papá militar, esposo de su madre. Eso explica que haya vivido en varios lugares del país y también da cuenta de su identidad, más bien generosa. Él se define como “ciudadano del mundo”.
Así llegó hasta el Plan Tres Mil, en Santa Cruz de la Sierra, en 1997, donde sus padres habían comprado una casita. Cuando su padre adoptivo enfermó, él ya había crecido y estudiaba sociología. Su vida con los ilustres desconocidos (Marcelo Castro, poeta y escritor, y Enrique Gorena, actor de teatro) llevaba varios años dando frutos. Lo fundamental era esa búsqueda que habían decidido compartir juntos en esa misma casita que ahora es el Centro Cultural San Isidro.
Querían transformar la sociedad, sentirse útiles, construir algo. Además de Marcelo y Enrique esta- ban Darío Torrez, Bladimir Salazar, Alfonso Salazar, Lofsan Barrios, Pablo Quiroga y Juan Pablo Sejas. Todos vinculados al arte desde el teatro, las artesanías, la literatura. Y el día que una vecina fue a la casa a pedirles ayuda para comprar un libro de la Reforma Educativa que no podía ser fotocopiado y costaba 70 bolivianos (10 dólares), inalcanzables para su economía, ellos decidieron crear el Centro Cultural San Isidro. Era un 12 de abril de 2004, Día del Niño.
La idea era que la misma gente del barrio recuperase la afectividad comunitaria y se apropiase de los espacios públicos. Para eso, todos los fines semana organizaban diferentes juegos populares, como el trompo o la rayuela, cuenta Fernando mientras vamos desde el centro de Santa Cruz hasta el Plan Tres Mil.
Es un día lluvioso del año 2007 y la memoria de la epopeya alemana todavía está fresca. Aparece Juan Pablo, un jovenzuelo de 22 años, tez morena y cuerpo atlético, los cabellos rizados.
Él es el coordinador general del centro y hermano menor de Fernando. También hace de entrenador de fútbol de los muchachos. Estudia economía y ahora conduce con dificultad una camioneta prestada por la Fundación Avina (que en aquel momento finan- ciaba algunos proyectos suyos).
Fue a través de Avina que Fernando supo de ese asunto del fútbol “como herramienta de transformación”. Argentina y Brasil estaban desarrollando experiencias interesantes en barrios populares y él quiso llevar esa idea a los tres municipios donde trabajaba como consultor.
Tenía 25 años y junto a los tres alcaldes de esas localidades viajó hasta aquellos países y volvió más entusiasta que nunca. Quería sembrar ese proyecto en Santa Cruz y extenderlo, poco a poco, a todo el país. Pero había que comenzar por algún sitio: su propio barrio.
Donde acaba el asfalto
En minibús son 45 minutos los que duermes hasta llegar al Plan Tres Mil. Nosotros vamos en esta camioneta grande de batalla, y tardamos como 15 minutos desde el centro
hasta el Séptimo Anillo, donde acaba el asfalto.
En 1983 ésta era la ciudad satélite Andrés Ibáñez. Aquí vivían en la más completa miseria alrededor de tres mil familias que habían sido desplazadas por un enorme turbión que arrasó con todo. De allí el nombre de Plan Tres Mil. Éste era un arenal olvidado donde se reubicó a esas familias con el compromiso de darles servicios básicos.
La promesa nunca se cumplió y en 1985, junto con el 210601, llegaron hasta aquí cientos de migrantes del interior del país que encontraron en estos lares la posibilidad de hallar un terreno barato donde comenzar de nuevo.
Cuarto de siglo después, la población de esta zona se ha multiplicado. Ahora es un distrito conforma- do por 104 barrios que el año 2007 —cuando visité a Fernando por primera vez— alojaba a más de 200 mil personas y que tres años más tarde —en junio de 2010— había sumado 100 mil nuevos habitantes.
Juan Pablo sortea los charcos de barro y la camioneta grande traquetea. Estamos ya en el Plan Tres Mil, que junto a Pampa de la Isla y Villa Primero de Mayo concentra alrededor del 63 por ciento de la población cruceña.
Donde era monte y arena se han construido viviendas, centros educativos, calles y grandes negocios. Todo, sobre calles enlodadas que serpentean por canales de agua estancada. No hay alcantarillado, sólo luz y agua. Al fin y al cabo, nadie pensó en semejante crecimiento. Las movilidades avanzan hasta donde las inundaciones se lo permiten. Los chicos corretean descalzos.
Llegamos a San Isidro y al tiro aparecen algunos muchachos, que luego nos acompañan hasta la casa de Fernando, la sede del centro cultural que lleva el nombre del barrio.
Afuera hay una mesa donde nos acomodamos para ver fotos y conver- sar. Los chicos se amontonan alrededor. Les gusta verse en las fotografías que aparecen en la laptop de Fernando. Desde que llegaron de Alemania, la gente los mira de otro modo. Y ellos suelen reunirse para recordar sus experiencias. Hablan sobre todo de aquella vez en Berlín cuando subieron a un bus de dos pisos “graaande y como acordeón” y se instalaron en la planta baja, menos uno, Vico, que se había ido al segundo piso y se durmió. Cuando bajaron, “Vico siguió viaje y casi se mueren del susto y del cansancio”, confiesan ahora, porque tuvieron que caminar una eternidad hasta encontrar a Vico varios kilómetros más allá. Risas.
Adentro, en la sala, sucede todo lo demás: cine, teatro, talleres. Afuera, en la cancha del barrio, el fútbol. El fút- bol como gancho y como puente para sacar de estos chicos lo mejor de sí y mostrarles un horizonte mucho más grande que el Plan Tres Mil.
Sin árbitro
El fútbol es, qué duda cabe, el de- porte más popular del mundo. Pero ésa es simplemente una obviedad, porque el fútbol es mucho más que eso. El fútbol es, digamos, una religión, la más universal de todas. El fútbol es la épica de los pobres.
Por eso es una herramienta utilizada por los proyectos sociales que integran la red Streetfootballworld (fútbol callejero del mundo). Una idea del alemán Jürgen Griesbeck nacida tras el impacto por el asesinato en Medellín del colombiano Andrés Escobar, que durante el Mundial de Estados Unidos de 1994 se había anotado un gol en contra.
Por aquella época eran 80 instituciones con distintas motivaciones: sacar a los chicos de la marginali- dad, la delincuencia o las drogas, superar el conflicto bélico (como en el caso del equipo israelí-palestino), luchar contra la xenofobia, crear una conciencia medioambientalista (como en el caso de Kenia), bus- car la tolerancia y la paz (como en el caso de Alemania) o superar las secuelas dejadas por el genocidio (como en el caso de Ruanda).
Fernando explica las particularidades del fútbol callejero. “Ahí está la importancia. No hay árbitros; participan hombres y mujeres en igual- dad de condiciones; antes del partido, los equipos acuerdan las reglas del juego. Fíjate el momento, la construcción democrática: yo, ciudadano, ejerzo mis derechos y deberes y te los comento, ponemos en consenso esas prácticas de diálogo y jugamos con nuestras normas pactadas. Después del juego hay un momento
de reflexión en el que se analiza si se han respetado esas reglas. Y se valoran mucho el compañerismo y la tolerancia. Esos tres momentos son necesarios para el país”, dice. Y luego subraya que ésas fueron las cualidades que hicieron ganar a sus chicos en Alemania.
Qué merecida fue entonces la bienvenida. El barrio entero se or- ganizó. Amigos y conocidos fueron hasta el aeropuerto de Viru Viru en caravana y los trajeron con banda de tambores a través de la ciudad. En la zona trabajaron la noche ante- rior para arreglar la calle principal, intransitable por el barro, y adornarla con globos. Dejaron el lugar impe- cable para recibir con abrazos a sus vecinos, los campeones.
Cerramos la laptop y nos vamos a buscar a Vico, el arquero.
El arquero
A media cuadra de allí, detrás de una barda con malla trenzada que se agarra a un par de machones de madera, está Vico, que sale a recibirnos con pantalón corto y chinelas. Viste como la mayoría de los chicos del barrio.
David Abakay, Vico, nació en la Villa Primero de Mayo, tiene 20 años y
nueve hermanos. Por fortuna terminó el colegio. Desde niño trabajó con su padre en el taller de carpintería que armaron en el patio de tierra húmeda de su casita de un par de cuartos. A estas alturas, se considera un maes- tro con el torno. Y quiere entrar a la universidad y estudiar ingeniería am- biental, a diferencia de los demás niños del barrio que, en su mayoría, quieren ser futbolistas.
Vico dice que el fútbol le apasiona, que juega desde niño en las canchas “de por ahí”, pero que es finalmente un buen pretexto; que a través del fútbol “se pueden hacer otras actividades con beneficio para su barrio, un lugar que siempre tuvo problemas”.
Alemania es un buen recuerdo. “Ha sido muy importante conocer a gente de otras culturas, de otros países. Me sirvió de mucho. No me imaginaba llegar nunca. Y después de haber estado allá puedo asegurar que todo se puede lograr”, dice con una voz que le sale a penas.
Es tímido. Lo único que comenta en tono más alto es que tiene “demasiadas chicas”. Eso le roba además una sonrisa. Pero de pronto se entristece porque recuerda el puto accidente con el torno. Le duele no poder tocar la guitarra. Todos en su casa tocan algún instrumento. Su papá, Antonio, es músico y toca el saxo. Por eso se le quiebra la voz, pero enseguida se repone y dice: “supe salir adelante”.
En junio de 2010 volví a visitarlo. No lo encontré. Me dijeron que había egresado de la carrera de ingeniería y que trabaja en una fábrica. Vico sigue siendo un mito en San Isidro.
La voz de San Isidro
Cuatro años después de la epopeya boliviana de Berlín, San Isidro no ha cambiado casi nada en cuanto a infraestructura, pero la actitud de la gente es otra.
“Cuando llegamos, muchos de los chicos no querían ser identificados con el barrio”, recuerda Fernando. Ésta era una de las zonas más peligrosas de Santa Cruz. “A media cuadra de donde se halla nuestro local de reuniones, estaba uno de los mayores expen- dedores de drogas de la ciudad. Antes había mucha violencia, pandillas”.
Hoy no. Y el Centro Cultural es un referente insoslayable no sólo para el barrio, sino para la ciudad de Santa Cruz misma. Su peso entre el resto de organizaciones sociales de la ciudad es muy importante porque son creíbles, pero sobre todo porque tienen una base social activa y funda- mental, que es el barrio.
La casa de Fernando quedó chica y ahora es sólo oficina y sede de la “Radio Bocina”: un megáfono colo- cado en la cima de una estructura metálica desde donde se oye “La voz de San Isidro”, una especie de noticiero que difunde información sobre medio ambiente, ciudadanía, actividades del centro y deportes. También producen allí un nuevo pro- grama algo más elaborado, “Cosas de barrio”, que se transmite a la par por Radio Libertad, la emisora más popular del Plan Tres Mil.
El proyecto ha crecido. La sala donde antes veían películas y hacían teatro exhibe ahora más de medio centenar de trofeos y reconocimientos de todo tipo. El oso de yeso amarillo parece un adorno más. Sus actividades se han trasladado a un enorme galpón que es propiedad de la Junta de Vecinos, de la que son el corazón mismo. Allí hacen teatro, organizan sofistica- dos ciclos de cine, pasan talleres de arte y practican lucha libre, entre un montón de ocupaciones más para las que les falta tiempo.
Entre sus anécdotas recientes está la visita de Antoine Chao, her- mano de Manu Chao, integrante del mítico grupo musical franco-español Mano Negra, que acompañó al pe- riodista Daniel Merment hasta San Isidro para grabar un programa para Radio Francia Internacional.
Los mandó Nadine, una amiga suiza que también trabaja con niños y fútbol y que llegó a Bolivia atendiendo un llamado del mismísi- mo Che Guevara, el guerrillero. Eso dice Nadine en un e-mail desde al- gún lugar del mundo: “sentía dolo- res de cabeza muy fuertes y una voz que repetía Sa-mai-pa-ta, Sa-mai- pa-ta”, que es donde finalmente se instaló el año 2002. La Higuera no estaba demasiado lejos. El caso es que Ramón Chao, reconocido perio- dista y escritor español —que entre
otras cosas prologó un libro sobre el Che— y padre de Antoine, habló con Nadine y Antoine vino, grabó y se fue (igual que Nadine, que dejó Samaipata pero no su obsesión).
Este año los chicos de San Isidro no irán a ningún Mundial. Los miles de dólares de la FIFA entraron en disputa hace mucho tiempo. Streetfootballworld, que organiza el Campeonato Mundial de Fútbol Callejero, es el brazo social de la FIFA. Igual que hace cuatro años, cuando fueron a Alemania. La dife- rencia es que no comparten ya los mismos intereses.
Cómo podrían hacerlo si ellos creen que el fútbol es sobre todo una pasión capaz de mover mon- tañas y ellos son la prueba misma. Por eso no importa si nunca más en su vida vuelven a un Mundial. Ya lo hicieron. Ya tocaron el cielo en su día. Ya fueron Maradona.
“Nosotros, los que salimos a la calle y la convertimos en nuestro espacio de lucha y supervivencia, de aprendizaje y juego. Nosotros, los que cargamos con el estigma de la indiferencia de quienes nos re- presentan. Nosotros, los que vivi- mos del aire contaminado y bebe- mos el agua de lluvia y corremos descalzos por los suelos de tierra. Nosotros, que hemos decidido ha- cer de la calle donde vivimos nues- tra cancha de fútbol, para sembrar nuestro terreno baldío de esperan- zas y hechos, de sueños y alegrías”, concluye Fernando.
Se me ocurre decirle algo así como “gracias”, pero se me olvidó calibrar su proximidad con el fútbol grande. “Mi padre, el verdadero, estuvo a punto de fichar en Boca Juniors y mi tío, mientras estudiaba para cura, jugó en las divisiones inferiores del América de Cali”, dice Fernando, ese ilustre desconocido.

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1.- Decreto Supremo que marcó el ingreso de Bolivia al libre mercado, una de cuyas consecuencias fue el enorme desempleo particularmente en las minas de Oruro y Potosí.
Lista de participantes del Mundial de Fútbol Callejero en 2006: David Abakay, Luis Alberto Aguilera, Yamil Jesús Céspedes, Angélica Garrido, Angel Alejandro Figueroa, Luis Alberto Viera, Bernardino Justiniano, Jorge Eduvig Ripalda, Juan Pablo Sejas (preparador) y Luis Fernando Figueroa (responsable).

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