En 2006, un grupo de muchachos del Plan Tres Mil de Santa Cruz de la Sierra consiguió lo que la selección boliviana de fútbol no ha logrado desde 1994: Acudir a un campeonato del mundo.
Texto: Cecilia Lanza Lobo / Fotos: Álex Ayala y cortesía Fernando Figueroa
Cuando Evo Morales le dijo: “Compañero, no te preocupes, Bolivia estará en el Mundial”, Fernando Figueroa sintió que el alma le volvía al cuerpo. Había llegado a La Paz con la intención desesperada de ponerse en huelga de hambre hasta conseguir los diez mil dólares que le hacían falta para llevar hasta Alemania a los ocho chicos del Plan Tres Mil de Santa Cruz de la Sierra que habían logrado clasificar para disputar el Primer Campeonato Mundial de Fútbol Callejero. Diez, maldito número bendito.
Sus muchachos habían conseguido lo que la selección oficial de fútbol grande no, pero nadie aún les había tirado bola. ¿A quién podría importarle este grupo de chicos del barrio de San Isidro y de la Villa Primero de Mayo que, a falta de mejores cosas, pateaba la pelota allí donde acaba el asfalto, allí donde habita el dengue en los canales de agua estancada, allí donde cada febrero se inunda todo menos la esperanza?
Antes, Fernando y los suyos habían tocado decenas de puertas en busca de recursos que hicieran posible la proeza de patear la pelota en un Mundial llevando el nombre de su país estampado en el pecho.
En el barrio se organizaron kermeses, rifas y hasta conciertos, pero ni todas las buenas voluntades juntas reunían los fondos suficientes para llegar hasta el otro lado del mar. El sólo hecho de conseguir que aquellos chicos indocumentados tuviesen un carnet de identidad había significado ya un gran triunfo en ese viacrucis rumbo a la tierra prometida.
“Cuota del gabinete”, le dijeron a Fernando cuando abrió el sobre manila que Juan Ramón Quintana, ministro de la Presidencia por aquel entonces, le había entregado en un
acto público que tuvo lugar en el Palacio de Gobierno.
“Entre palabras, emociones y agradecimientos, no me percaté, sino mucho después, que en el sobre estaban los ¡diez mil dólares!”, cuenta ahora Fernando, cuatro años después de aquella aventura que re- cuerda paso a paso.
Ilustres desconocidos
Uno leía sus poemas, el otro escenificaba sus monólogos y el tercero aplaudía. Tipos raros. Recorrían los bares de la ciudad buscando promover actividades artísticas y cultura- les. ¡Bah! Eran tres mosqueteros de veintitantos años cada uno que, calzando vetustos vaqueros, buscaban algo así como tierras fértiles donde sembrar sus buenas intenciones.